viernes, 1 de diciembre de 2017

están congelados en un vídeo
de hace unos 25 años
los últimos restos de mi sangre
trepando hacia arriba por la cadena de lo azaroso.
están rodeados de fantasmas arreglados
que yo apenas miro en estos tres segundos
de pasado casual atrapado en una tele pública
mis ojos se clavan
en la blusa azul, en la camisa blanca
en el modo en que entrelazan sus brazos
y sonríen, felices juntos
felices en esta enorme caja
entrelazados para siempre
el brazo blanco de mi abuela
la piel morena de mi abuelo
ambos erguidos
caminando en verano con ligereza
y una liviandad en sus carnes
que los delata como enamorados.
busco a mi madre en ambos y allí está,
en la armonía entre redondo y afilado
que despiden sus cuerpos en contacto
me busco en ambos y allí estoy,
afilada y redonda,
insinuándome cinco años antes de nacer
y los recuerdo ya viejos
veinte años después de este vídeo restacado
recuerdo la barba de mi abuelo
arañándome los pómulos cada vez que lo besaba
y sus dedos largos entre mis pestañas acuosas
el perfecto asiento de su tripa
para mi cuerpo de cuatro años y medio,
y la calma en la perfecta geometría de sillones
cuando él y mi abuela -ya inválida, ya nublada-
veían la tele por la tarde.
recuerdo a mi abuela tal como es ahora
una partida de ajedrez ya casi concluida
-aunque me desgarre escribir estas palabras-
y un laberinto de dolor y leves gozos
que la edad y la enfermedad le permiten:
estar con nosotros, ir a misa,
dejar flores para mi abuelo
comer chocolate
cuidar de nosotros.
me he hundido en las raíces del arciano
negro y electrónico y revivo continuamente
los tres segundos de pasado congelado
que me ha regalado un mensaje casual,
mientras mis abuelos caminan
eternamente alegres,
dolorosamente jóvenes,
inconscientes de que los observo 25 años después,
siempre entrelazados.