martes, 29 de marzo de 2016

Las playas a las que no iremos nunca
son de un color raro bajo la luz de la incomprensión
igual que los costados a los que no iremos nunca
pero todo lo contrario a los hachazos cerrados.


En las playas a las que nunca iremos
existieron tardes de risas y cuerpos salados
lamidos por el sol
de la juventud descarnada
y manos que se paseaban como muertas
en la alegría angustiosa de poseer dos cuerpos.
Habría también besos vacilantes y dolorosos
y mi presencia pendería sobre la cabeza de todos los cangrejos
y arena dentro del bikini -como siempre-
y crema dentro de la arena verde.
Alguien más se daría cuenta de que tus pestañas son rubias
y te sonreiría
y tú lanzarías tu mirada
de no saber que puedes ser increíblemente magnética,
olvidada ya del compromiso incómodo e innecesario
de atar tus manos a un cuerpo roto
olvidada de los besos vacilantes e indoloros de las primeras veces
y de los quizás y de los yo querré y de los no me odies
olvidada en fin de mi costado y de mis mejillas
y de mis hachazos y de mi cuerpo roto.


Las playas a las que nunca iremos
son de un dolor raro bajo la luz
de la comprensión. Por eso es mejor
que no vayamos nunca.

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