martes, 9 de septiembre de 2014

Cuando tenía tres meses estuve a punto de morir y no lo recuerdo. El cuerpo de un bebé no está lo que se dice preparado para aguantar los envites de la tos ferina y esa versión inconsciente y babeante de mí que es lo que sigo siendo y lo que seré porque el tiempo no existe casi desapareció para siempre ahogada en sus propios mocos (es curioso que las enfermedades puedan engañar al cuerpo, es decir, engañarnos a nosotros, hasta provocar su autodestrucción).  Se ha contado mucho en mi familia cómo mi tía heroicamente introdujo una mano en mi boca y sacó eso que casi hizo que me ahogase, esa parte de mi alma autodestructiva, los mocos, aunque se contaba más cuando yo era joven, ahora ya menos, ahora hablamos de cosas como el campo, los políticos o Der Blaue Reiter. Hasta el tiempo (artificial, claro) es capaz de borrar el recuerdo de la primera amenaza de la muerte (aquí va un plano de la Parca (ojalá se llamase Paca, la Paca) agitando el puño para mostrar su ira). Casi me muero y no recuerdo nada, pero esta casi-muerte es indudablemente lo que soy, una de las cosas que soy.

Entonces yo soy lo que recuerdo, pero también soy lo que no recuerdo. Mi cuerpo debe recordarlo aunque mi cerebro me oculte información, mis pulmones deben latir agradecidos cada vez que lo hacen, deben ser conscientes de la suerte que tienen de poder mutar y crecer y menguar y llorar cuando lloran. Por lo tanto yo no sé quién soy, sólo mi cuerpo lo sabe. Mi cuerpo, que soy yo, es más que yo misma. Debo temer a mi cerebro, debo huir de él, pero no puedo huir de él porque este haz confuso y magistral de impresiones es lo que yo soy, estas ideas en torno a las que organizo mi realidad son todo lo que tengo, y lo que es peor, ellas me tienen a mí. No puedo roer la inconsciencia de lo consciente. Estoy atrapada dentro de mí misma.

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