Cuando tenía
tres meses estuve a punto de morir y no lo recuerdo. El cuerpo de un bebé no
está lo que se dice preparado para aguantar los envites de la tos ferina y esa
versión inconsciente y babeante de mí que es lo que sigo siendo y lo que seré porque
el tiempo no existe casi desapareció para siempre ahogada en sus propios mocos
(es curioso que las enfermedades puedan engañar al cuerpo, es decir, engañarnos
a nosotros, hasta provocar su autodestrucción). Se ha contado mucho en mi familia cómo mi tía
heroicamente introdujo una mano en mi boca y sacó eso que casi hizo que me
ahogase, esa parte de mi alma autodestructiva, los mocos, aunque se contaba más
cuando yo era joven, ahora ya menos, ahora hablamos de cosas como el campo, los
políticos o Der Blaue Reiter. Hasta el tiempo (artificial, claro) es capaz de
borrar el recuerdo de la primera amenaza de la muerte (aquí va un plano de la
Parca (ojalá se llamase Paca, la Paca) agitando el puño para mostrar su ira).
Casi me muero y no recuerdo nada, pero esta casi-muerte es indudablemente lo
que soy, una de las cosas que soy.
Entonces yo
soy lo que recuerdo, pero también soy lo que no recuerdo. Mi cuerpo debe
recordarlo aunque mi cerebro me oculte información, mis pulmones deben latir
agradecidos cada vez que lo hacen, deben ser conscientes de la suerte que
tienen de poder mutar y crecer y menguar y llorar cuando lloran. Por lo tanto
yo no sé quién soy, sólo mi cuerpo lo sabe. Mi cuerpo, que soy yo, es más que
yo misma. Debo temer a mi cerebro, debo huir de él, pero no puedo huir de él
porque este haz confuso y magistral de impresiones es lo que yo soy, estas
ideas en torno a las que organizo mi realidad son todo lo que tengo, y lo que
es peor, ellas me tienen a mí. No puedo roer la inconsciencia de lo consciente.
Estoy atrapada dentro de mí misma.
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