jueves, 20 de marzo de 2014

Y entonces te duermes. Cierras los ojos (pequeño milagro cotidiano), cierras los ojos y yo, mientras, en mi cabeza hago las cosas bien, y te recuerdo dormir para mí, preciosa, hace quinientos años o tal vez dos segundos, con esa relatividad que impregna todo el tiempo que vas creando a base de sonrisas de pararme el corazón. Una liebre insegura que acecha en las esquinas, aunque no sepa muy bien a dónde va. Qué importa saberlo, lo importante es el viaje. Lo importante es el viaje yendo de la mano contigo. No, no hay un único destino ni una única respuesta correcta, pero eres la puerta que más me gusta. Quiero atravesarte sin salir, quiero quedarme y ser un árbol, quiero crecer con el sol y al estirarme, enorme e indestructible hasta que se nos muestre lo contrario, acariciarle despacio los labios por los que abracé el finalismo, hacerlos míos, tuyos, con la yema de mis ramas o la corteza de mis labios, Dafne y Apolo a la inversa, atraparlos. Te miro dormir, y en mis brazos eres tan pequeña como el mar de mi postal, y tan grande, tan increíble, tan infinita como el mar de mi postal. Y yo, el viejo, te admiro dormir. Dormir es un arte y me atrapa tu magnífica poiesis de respiración calmada y ronquidos, y belleza, belleza por todas partes. Yo soy el bebé que descubre sus manos al final del brazo, que son las tuyas, yo soy quien cierra los ojos y te abraza más fuerte, pequeña de los sueños necesarios, y entiende, sin más, sin menos, que la felicidad, entendida de tantas maneras como personas, es lo único que se justifica por sí mismo. Así que, con el calor de tu costado como ropa interior, guardo mis porqués en un labio inferior para explicártelos mañana, y te da las buenas noches un largo ronroneo.

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