Es una de esas tardes dulces como un helado de veneno
en las que apoyo la espalda contra las reminiscencias de mi dolor
que tienen forma seguramente de árbol o de mermelada,
y les cuento mis penas a los pelos de mi brazo.
Empiezo por, ya sabes, el aparcacoches
hasta concluir, cuando el sol está a punto de nieve,
con el zaguán perezoso,
y les cuento mis penas a los pelos de mi brazo.
Y les grito,
les grito por todas las mujeres que gritaron por mí
y por todas las mujeres a las que nunca he visto
pero que están ahí, gritando
contra un sol mudo y cruel que las viola
-ya sabes, el aparcacoches-
y las acaricia
-el zaguán perezoso-,
gritando como Cristo en la cruz debió de gritar
o muy calladas, como Cristo en la cruz debió de callarse.
Y les grito mis penas a los pelos de mi brazo
les grito por mí
que ahora vago entre soles que no me gritan,
y les grito
lo bien que me siento
cuando el sol muerto cae contra mi espalda
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